La semana pasada hablamos del origen de este libro de Sonya Garza Rapport, esta semana tenemos para ustedes la primicia del prólogo de “Cocina de Bárbaras”, del gran Cronista de Monterrey, Don Israel Cavazos Garza, previo a su presentación que será este Miércoles 14 de Marzo de 2012 a las 19:00 hrs en el Centro Cultural Universitario, ubicado en Colegio Civil entre Washington y 5 de Mayo.

 

Asomándonos a la Cocina

¿Es dable, al cronista de una ciudad, prologar un libro de recetas de cocina?

Esta interrogante surgió cuando mí ilustre amiga, la señora Sonya Garza Rapport, puso en mis manos su admirable colección de fórmulas gastronómicas tradicionales.

La respuesta es afirmativa en cuanto se trata de un legado secular, transmitido por varias generaciones y que, no sin alguna dificultad, puede ser retransmitido a las actuales.

Muy buen cuidado ha tenido la autora de recogerlas y de reproducirlas con amoroso afán. Pero, más que todo, de consignar su procedencia, otorgando el crédito al entrañable desfile de la madre, las abuelas y las tías, de quienes, además, da santo y seña, rescatándolas de un pasado inmediato; y presentándonoslas tal cual fue cada una.

Encabeza tan singular revista Mamá Asunción  o Mamá Chonita, la bisabuela. Del prodigio de sus manos brotan, como por arte de magia, los tés de yerbabuena, anís, orégano, poleo y manzanilla; pero, más que todo, el originalísimo y poco común dulce de frijoles, de cuyo patrimonio se ufana General Treviño, antiguo rancho del Puntiagudo, solar de los descendientes del cronista Juan Bautista Chapa. A ella atribuye una fórmula muy suya del cabrito en salsa y de la mermelada de tomate y no se diga de la carne seca o de las galletas de polvo.

De paso, nos da la autora bellas referencias a otras antiguas tradiciones, tales como las de elaborar las colchas de lana, llamadas en la época virreinal “colchas del reino”; o sobre la costumbre, muy de los pueblos del norte de Nuevo León, de protegerse del sol con una toalla en la cabeza, que atribuye a un lejano –aunque no comprobado– origen sefardí.

Tras esta mujer de pueblo, concebida de polvo de estrellas y pedernales, viene otra antepasada: la abuela Lochita o Mamá Eloísa. Ella, con artes de magia, deja a la posteridad de la familia una tentadora mermelada de chabacano. Celosa guardiana de alquimias de sabores y conjuros de magia en el trastero de su memoria, su cocina es recordada con devoción.

Inmediatamente después de doña Eloísa, camina con gallardía alguien de parentesco más cercano: Mamá Elsie, la madre. El filial afecto la ve como una campesina rusa de doradas trenzas; cuyo taconeo semeja una especie de preludio musical. Para ella, la cocina era su territorio personal. Cuando cocinaba –lo que era frecuente– su aroma, el embrujo de la vainilla, lo impregnaba todo.

En el cuarto lugar de la fila, la Tía Raquel. Con ella, es añorado el Monterrey del 1948, como la ciudad de ojos inocentes; y la temporada navideña, con olor a tamales y a ponche de guayaba, ingeridos en las Posadas, entre rezos y cánticos. La tía, es a la vez,  recordada por ser experta en cómo cocinar un menudo y que ella lo aprendió, probando. Con el recuerdo de la Tía Raquel se asocia el de la fragancia del chile colorado, que cuando se empezaba a guisar con el ajo, comenzaba a invadir los rincones de la casa.

Tras la Tía Raquel se ve a la Tía Famela, méxicotejana que, al enviudar de un francés, se casó a los ochenta con un alemán. Pintora, modista, poeta, fue seducida por la cocina. Era admirable su habilidad para preparar un cabrito en salsa, panes de plátano, galletas de nuez y mil delicadeces más. Nunca desdeñó viajar a su natal General Treviño, ataviada con elegancia, en autobuses que consideraban también como pasajeros a las gallinas y los borregos.

Con cierto aire de revolucionaria, por sus nexos con los Madero, figura en el singular desfile Mamá María, la abuela. A la inversa que otras damas del clan quienes no desamparaban la Biblia, medía el tiempo en la cocina a base de rosarios y de jaculatorias. Es recordada su sopa hecha a base de la rara combinación de tortillas y sesos, que bien podría haberse llamado: sopa intelectual. Pero más recordada aún por sus conservas de membrillo, sus ates de guayaba o sus dulces de leche quemada.

Penúltima en el desfile, del pasado, asoma la Tía Gloria. La señora Sonya la evoca entre el aroma del cilantro, la cebolla, el panqué y una taza de atole. Nacida en Texas, sus guisos eran una maravillosa mezcla de culturas gastronómicas. Su talento para cocinar, era un sueño envuelto en canela.

Cerrando la columna de informantes de ultratumba, Mamá Alicia, vivió, al decir de la autora, en su universo culinario pleno de manzanas.

Pero si es admirable el paso de las ocho damas que constituyen la “ancestro grafía” de este libro, no lo es menos el breve —lamentablemente breve— apartado que la señora Sonya consagra a recordar el Monterrey de la década del 1940.

Las fondas, las carpas y los cines de la Calzada y la aparición de los primeros restaurantes formales de la ciudad. En unas cuantas líneas se nos revela como una auténtica y fiel cronista, título que desde ahora le reconozco y le concedo.

El texto es todo un regalo en cuanto a elegancia y pureza del estilo, al fin poeta. Heredera de una rica tradición culinaria regional, ahora nos hace partícipes de este legado que en forma tan acertada ha logrado rescatar.

 

Israel Cavazos Garza
Cronista de Monterrey

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